Y llegan los flashes de los fotógrafos, los empujones de los cámaras. Los periodistas agitan sus brazos como ramas de otoño en busca de la ruptura total o parcial del silencio de la estrella. Los gritos son ensordecedores.
Aquí y allá: “una foto por favor, míranos, aquí, a este lado!!”, “¿qué opinas de esas últimas fotografías?”, ¿estás trabajando en algo nuevo?”, “Te quieroooo!!!”…
La locura de la gente al otro lado se manifiesta de una forma parecida. Parece que el pasillo que forman entre ellos los dos grupos de exaltados es arrasado por un huracán, por una ola que nos salpica a todos irremediablemente.
El auto al final de la ensenada es el castillo inexpugnable. El esperado hogar. “Home, sweet home”.
La magia del momento, aunque no se ve, se distingue entre la brisa del movimiento sensacional. El pelo se vuela, la yema de los dedos se enrojece ligeramente y el corazón, sumiso, se lanza a patear nuestras costillas como también nosotros pateamos a los que nos ofenden. Los ojos de la masa son solo uno. O dos. Mis ojos no se encuentran con nigunos otros, y es solo si SUS ojos se encuentran con los de alguien, cuando se produce el acto. La magia ha penetrado.
Y un instante después, solo unas décimas de segundo, cuando ya ha pasado el momento, se siente el frío que deja una despedida.
Y una burbuja se apodera de nosotros.
Zarandeada por nuestro pensamiento.
Ya nada volverá a ser igual que antes…
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La nube de fotografos ya se ha ido; la gente es un poquito más feliz.
La estrella se ha marchado tan rápido como vino, o quizá más. Pero al resto le da igual.
Yo sigo observando, en el mismo sitio, con mi americana puesta y las manos metidas en los bolsillos del pantalón. La magia pasó. Como pasa en un western la gran boluta del desierto. La puedes seguir, hasta que se pierde en la marea del humo oscuro y sucio de la ciudad.
Pero ahí no nos quedamos nosotros. No morimos ahí.
Las estrellas existen. Y van mucho más allá de la carne y el hueso. Somos cazadores de estrellas (y quién no entienda el concepto quizá deba buscar la catarsis que le lleve a saber por qué está aquí).
No sé si esto forma parte de mi trabajo. Pero mola.
Quizá ese será nuestro lugar, el del espectador omnisciente, o al menos el de espectador.
Yo aún así, sigo buscando el camino que me lleve a ese lugar. El de la estrella.
La estela.
El auto al final de la ensenada es el castillo inexpugnable. El esperado hogar. “Home, sweet home”.
La magia del momento, aunque no se ve, se distingue entre la brisa del movimiento sensacional. El pelo se vuela, la yema de los dedos se enrojece ligeramente y el corazón, sumiso, se lanza a patear nuestras costillas como también nosotros pateamos a los que nos ofenden. Los ojos de la masa son solo uno. O dos. Mis ojos no se encuentran con nigunos otros, y es solo si SUS ojos se encuentran con los de alguien, cuando se produce el acto. La magia ha penetrado.
Y un instante después, solo unas décimas de segundo, cuando ya ha pasado el momento, se siente el frío que deja una despedida.
Y una burbuja se apodera de nosotros.
Zarandeada por nuestro pensamiento.
Ya nada volverá a ser igual que antes…
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La nube de fotografos ya se ha ido; la gente es un poquito más feliz.
La estrella se ha marchado tan rápido como vino, o quizá más. Pero al resto le da igual.
Yo sigo observando, en el mismo sitio, con mi americana puesta y las manos metidas en los bolsillos del pantalón. La magia pasó. Como pasa en un western la gran boluta del desierto. La puedes seguir, hasta que se pierde en la marea del humo oscuro y sucio de la ciudad.
Pero ahí no nos quedamos nosotros. No morimos ahí.
Las estrellas existen. Y van mucho más allá de la carne y el hueso. Somos cazadores de estrellas (y quién no entienda el concepto quizá deba buscar la catarsis que le lleve a saber por qué está aquí).
No sé si esto forma parte de mi trabajo. Pero mola.
Quizá ese será nuestro lugar, el del espectador omnisciente, o al menos el de espectador.
Yo aún así, sigo buscando el camino que me lleve a ese lugar. El de la estrella.
La estela.
Porque soy estrella.
Como tú.