sábado, 24 de marzo de 2012

IKER IN LOVE

(EXTRATERRESTRE, Nacho Vigalondo, 2012)

Imagínese que un día, o mejor, una noche, con cierta melancolía y fuera de plan alguno de cualquier tipo, se coloca sobre su butacón, o se recuesta sobre su cama, y enciende la radio, omnipresente en las ondas hertzianas. Póngase en que lo que escucha es la voz de un comunicador nacido para lo suyo y amante de la esencia de la radiodifusión, Íker Jiménez. Espera usted un discurso seguro, veraz, lleno de misterios. Sin embargo se sorprende al escuchar sollozando la voz del vasco. El conductor de la nave del misterio se ha pimplado botella y media de vodka negro y tararea entre lagrimones canciones de desamor del cantante mexicano Luis Miguel.
¿No pensarían ustedes: “¡Ay Carmen (Porter)!. ¿Qué os ha pasado?. ¿Qué habéis hecho?. Parecíais tan felices...”

Pues fíjese que por aquellos mismos avatares del destino por los que le llevan a uno a encontrarse de golpe con un avistamiento ovni, con un paseo del Big Foot, o con el mismísimo chupacabras en persona, me encontré yo, como un tróspido cualquiera, en la Gran Vía de Madrid con todos ellos a la vez. Embriagado en el preestreno de “Extraterrestre” y con la adrenalina que supuraba en aquel momento. Notaba hasta mariposas dentro de mi barriga.

Sabía aún así que aquello era algo terrenal, y sabía que era él, Vigalondo, pero mi sensación era de que todo lo que allí había era especial. Como si mirases una de las caras de Bélmez y reconocieras que hay “algo” ahí, detrás de ella. Y lo cierto es que fue algo así. 
La verdad estaba ahí dentro, en la sala, en aquella pantalla, en esas imágenes. No era una teleplastia cualquiera, era una película.
Y puedo decir que fue una de las experiencias más gratificantes que he vivido nunca en una sala de cine.

Primero porque era la primera vez que veía una película sentado en las escaleras del cine (a veces tumbado, otras de cuclillas, o cuando más, recostado de lado) debido al overbooking de público presente (cosas del gran número de invitaciones y del gusto español por los acontecimientos gratis). Y luego porque todo lo demás que allí dentro ocurrió fue especial. “Extraterrestre” es “una comedia romántica con ovni de fondo”. Lo dijo Nacho, y no hay mejor definición, así que así queda.

No debí ser el único que percibió aquello. Al final todos estaban como abducidos, absortos. Aplaudían y se abrazaban unos a otros exaltados. No como cuando el viejo fumigador Russell Case salvaba a Estados Unidos y al mundo entero con su F-18 al final de “Independence Day”. No. Era otra cosa. Era porque habían experimentado algo muy bonito: disfrutar juntos riendo de manera libre, de un humor que está ahí para eso, para que te rías, y ya está. De una película que está hecha bien, para ser buena. Con una ambición más terrenal y difícil que la de otras muchas cintas mucho más pretenciosas: únicamente la de “gustar”, porque no tienes por qué casarte con ella.


Ni “Extraterrestre”, ni sus actores, ni su director, ni sus efectos especiales... tendrán que ser “los mejores” en ningún sitio. Ni deberá ganar tampoco premios a la mejor película ni nada de eso. No es lo que pretende. Pero no cabe duda de que todos ellos son irresistibles. Inapelables. En cualquier caso, "Extraterrestre" es una película que pasará a la historia por ser la primera en la que Carlos Areces no enseña el culo. Lo cual para el cántabro, nominado a un Oscar y uno de los talentos más mayúsculos y valorados en medio mundo (o mundo entero), era su mayor reto: no mostrar lo que todos esperaban ver, el trasero universal de Areces. Para tirarse a los pies de Vigalondo y reverenciarle repetidas veces.

Nacho Vigalondo nos regala así esta genial obra de la naturaleza. Bueno, no... de la naturaleza no, de lo extraterrenal. O no sé, de la mezcla de ambos mundos. “Extraterrestre” es un ejercicio tróspido sobre cómo fundamentar el comportamiento absurdo y estúpido de ciertos personajes en un marco impresionante como es el de una invasión alienígena. Un instante de ensueño para miles de aspirantes a héroes, superhéroes y demás “flipaos” de nuestra fauna (véase Carlos, personaje de Raúl Cimas), y también un momento genial para que otros hagan de la mofa un sayo, y reirse del ET de turno que viene a hacernos un viaje interestelar de miles de millones de años luz para tragarse la boina de contaminación del cielo de Madrid. Siempre ha habido clases.

La cosa es que Michelle Jener, Julián Villagrán, Carlos Areces, Raúl Cimas y Miguel Noguera se lucen en lo de mostrarse tal cual son sus personajes, e hilvanan una hilarante historia de amor (siempre amor) a varios frentes. Y nos hacen reír, que es lo que pretende exclusivamente esta película. Todo a la sombra de un gigantesco platillo espacial, testigo mudo de lo que estos locos humanos tienen en la cabeza, si es que tienen algo dentro de ella, claro está. Eso es “Extraterrestre”, sin más. Es fácil de entender.

Aunque lo de decir “extraterrestre” nos llevaría a pensar en ciencia ficción, en grandes despliegues en efectos especiales, en arduos pensamientos metafísicos y extensas reflexiones sobre la existencia del hombre, de Dios, de otras culturas en otros planetas y galaxias lejanas, y del más allá en general. Pensaríamos en Spielberg, en su ET, y en “mi casa, teléfono”. O en Roland Emmerich, su “Independence Day” y sus ganas por cargarse la Tierra. O en los voluptuosos perolos verdes de los marcianos de “Mars Attacks”, que morían al ritmo de Slim Whitman. Y en el misterio, cómo no.


Pero Vigalondo, que es más listo que todos ellos (incluidos los de las galaxias lejanas), se plantaría aquí con su discurso, delante de todos ellos, de esos que buscan respuestas, y con gesto serio, gafas de sol, pantalón corto, y chanclas con calcetines puestos, les diría la mayor de las verdades:
“¿Acaso no somos los humanos más raros que ninguna otra especie, terrestre o extraterrestre?”.
Y los presentes le aplaudirían, como si quisieran romperse las manos a base de dar palmas.

Entonces, el cielo se abriría, y del mismo lugar del que bajaron los dioses griegos del Olimpo, nuestro conocido dios cristiano, el Monstruo del Espagueti Volador, Amón, Ra, y demás familia de deidades, ahora sube él, y accede al cielo, lleno (pero libre) de todos los pecados. Quizá Vigalondo sea un dios menor, pero ya lo decía el anuncio, hay que dejarlo crecer.

viernes, 16 de marzo de 2012

En busca del polvo perdido

(LA MONTAÑA RUSA, Emilio Martínez Lázaro, 2012)

Dice el acerbo popular español que una mujer ha de ser una señora en la calle y una puta en la cama. Pero la experiencia nos dice que si ocurriera que estas dos premisas se invierten, la frágil damisela se convertiría en una señora frígida y un tanto “humedecebraguetas”. La mujer ha de ser la ambrosía del Olimpo, de cuyos fiordos nace la vida. En cambio, si la susodicha se convierte en una persona prólija en la sexualidad, y se desenvuelve en ella libremente, se convierte en una ligera de cascos. Una chica libidinosa, fácil. Como fáciles son los hombres, cuyo centro de gravedad se encuentra a más o menos un metro del suelo (en un altísimo porcentaje, visto así a “ojímetría”).
Pero, ¿y si la dama usa el sexo como una vía para encontrarse a sí misma? ¿Para dar rienda suelta a sus propios deseos y poner a prueba sus anhelos?. Pues pensaríamos que la muchacha vive constantemente en una situación parecida a la de montar en una montaña rusa: ahora arriba, ahora abajo...

Es el problema que tiene Ada (Verónica Sanchez): está buena, y lo sabe. Y por muchas facilidades que tenga para acceder al sexo (porque solo ellas saben cuándo va a haberlo), al final siente el vacío que queda entre sus piernas tras probarlo una y otra vez, sin quedar nunca satisfecha. Sin conocer lo que es la petite-mort. Ya sabemos que el perfume viene siempre en frasco pequeño, pero es que a veces el olor de la fragancia no se queda ni un instante en la pituitaria. 

El estremecimiento interno que alinea los chakras como un catálogo de feng shui de la anatomía, se queda únicamente en un leve tintineo que nos avisa de que el “sms” ha sido recibido. La famosa “montaña rusa” que su madre le prometió como sutil semejanza al noble acto del fornicio, se le queda a Ada en un pobre paseo por el tren de la bruja.


Ada, que busca la plenitud sexual y el amor del de mariposas en la barriga, va a encontrarlo todo de repente gracias a dos viejos amigos de la infancia, que vivieron en su niñez enamorados de ella: Luis (Alberto San Juan), guapo, educado, responsable, hombre de éxito y presentador de televisión, cuya líbido le proporciona un “pene vago” (al igual que el del David de Miguel Ángel, no se corresponde con el resto de sus bondades); y Lorenzo (Ernesto Alterio), payaso en un antro de striptease, con el que derrocha feromonas asesinas frungiendo ahora sí, ahora también, en una espiral de estocadas que no cesan, dejando de lado el resto de la carne del “clown follador”. 
Además, él es el mejor amigo de Luis.

El amor con el sexo como accesorio secundario, frente al sexo como actor primario que eclipsa a todo lo demás. La eterna dicotomía entre lo uno y lo otro. ¿Qué se prefiere? ¿Es primero el amor y después viene el sexo, o es al revés en realidad?. Y si hubiera que escoger, ¿a qué cosa se renunciaría primero?

Para darle vueltas al asunto, Emilio Martínez Lázaro encarga una película llena de momentos tórridos, encuentros sexuales más o menos animales (debe ser el récord del mundo de polvos en una misma película en dos horas), de sexo pulcro, y humor al estilo stand-up comedy.

De lo que no cabe duda es que Ada sigue siendo como una niña: en cuanto se sube a la “montaña rusa”, ya no hay quien la convenza para que deje de montarse. Y de tanto subirse en ella sin parar, acabará por marearse y caminar sin rumbo, sin saber muy bien hacia dónde le llevan sus pasos.

“La montaña rusa” es una divertida fabula sobre el amor platónico, la libertad sexual y la confusión de los sentimientos, donde Emilio Martínez Lázaro nos enseña, en el idioma del hombre y en el de la mujer (gracias a la coguionista Daniela Féjerman, contrapeso en esta balanza), que se puede hacer una comedia sin farsa, con fórmulas anglosajonas distintas a las ibéricas ya tan manidas, sobre temas universales, poniendo la verdad por delante. 
Una historia que nos llevará a girar la cabeza a un lado, mirar a nuestra chica (o chico) a hurtadillas, enarcar levemente una ceja mientras le sonríes, y retiras lentamente el brazo con el que la rodeas, para bajar la cabeza y terminar mirando un rato hacia tu ombligo. Una comedia en la que lo que importa es “ser verdadero” hasta el final, y reirte con situaciones hilarantes pero no por ello menos reales.


En cualquier caso, no deja de ser una reeedición de la misma historia que el director suele contarnos cada cierto tiempo (véanse “todos los lados de la cama”), con un trío protagonista muy correcto, en el que encontrar nuestra identificación (una cándida Verónica Sánchez que pierde su inocencia, y unos San Juan y Alterio que se conocen ya de memoria), además de un inconmensurable y testimonial Luis Bermejo, y un músico pasado a la acción, Ara Malikian, que suma a la historia y le da un punto musical trascendente, lo cual es siempre una victoria.

En definitiva, “La montaña rusa” no es un orgasmo o la petit-mort que tanto anhela Ada. Tampoco es una lección maestra de Ananga Ranga, o de cómo hacer bien el sexo oral. No es un revolcón de una noche ni un “aquí te pillo, aquí te mato”. Pero tampoco un gatillazo ni un “coitus interruptus”. 
Es más bien un coito de sábado noche, nada excepcional. O más, uno mañanero de fin de semana. Descansado, sin preocupaciones, de los que disfrutas tú y tu pareja de principio a fin, sin pensar en que tienes que ir a trabajar o en eso de que “ya te llamará”. Con su previa y su prolongable valle posterior. Lucido y sin pecado, pero siempre bueno. Porque el sexo (como el cine) es vida.

viernes, 9 de marzo de 2012

MENTIRAS Y GORDAS

(THE IDES OF MARCH, George Clooney, 2011)

Esta no va a ser una película de éxito. No va a resultar una de esas pesadas experiencias en las que esperas con gran interés acudir a una sala de cine para ver una película, y te toca escuchar la robótica voz metálica del otro lado de la taquilla diciéndote que la sala “está llena”. Esta vez no.

Ir a ver “Los Idus de Marzo” supone un ejercicio previo de elección y de aceptación: vas a ver una película sobre política. Y hoy en día, lo cierto es que nadie quiere verle la cara a un político, y menos aún si encima tiene que pagar para hacerlo. Así que nada, fila centrada, sin 3D y sin niños petardos.

George Clooney, célebre responsable de esta cinta nominada al Oscar al mejor guión adaptado y que contó además con otras cuatro candidaturas para los Globos de Oro, se hace cargo de una historia por la que podrá aspirar a ser reconocido por su magnífico trabajo, que realmente lo es, pero no se llevará en ningún caso públicos simpáticos y alegres por aquello que habrán visto.




“Los Idus de Marzo” es una disección muy profunda y acertada del sistema político actual, de la sangre y la bilis que corre por Estados Unidos y por el resto del mundo. Desde el sudor que se segrega por los poros de la sociedad, hasta los jugos gástricos y los fluidos de las entrañas del poder político. Mayormente, el de su sistema excretor (tan funcional como asqueroso).

Ryan Gosling es Stephen, mano derecha de Paul Zara (Philip Seymour Hoffman), director de campaña del candidato demócrata Mike Morris, papel interpretado por Clooney en el film, en las primarias del Partido Demócrata. Joven, apuesto, inteligente y hábil estratega, este perfecto asesor cree de manera incondicional en su jefe. Ingenuo y seducido por una becaria (como no podía ser de otra manera hablando de política estadounidense), irá pudriéndose en la transformación que todo político debe pasar cuando llega a un cierto nivel: la pérdida de sus propios principios y sus valores.

La mano de George Clooney tras la cámara se nota en un mundo en el que suele haber pocas luces, demasiados destellos, algún cañón de luz, y muchas, muchas sombras. Así lo muestra formalmente, como en la memorable secuencia a contraluz con Hoffman y Gosling discutiendo tras la gigante y gloriosa enseña de barras y estrellas en el backstage de un mitin. La “cara B” del discurso político que es pan nuestro de cada día. La que no nos enseñan, la que ahora más que nunca queremos ver.




La cinta se sostiene con una acertadísima elección de reparto, encabezado por un intenso y central Ryan Gosling, siempre bien en todas sus ligeras mutaciones de matices, un Clooney que no se perturba al dar un paso atrás en la escena, con un personaje enmascarado tras la figura de un “bonito de cara”, y los dos pilares maestros a cada lado de la historia, los siempre grandes Philip Seymour Hoffman y Paul Giamatti, como jefes de campaña de los dos candidatos demócratas aspirantes a ganar la carrera hacia la Casa Blanca en las elecciones primarias del Partido Demócrata.

De la delicadeza de Clooney en la dirección se sacan muy buenas conclusiones, como el tratamiento de temas claves como el aborto o el suicidio, y la sutileza con la que los incluye en el film. Aspectos por los cuales uno pudiera sentirse perdido en la narración, pero que el director los utiliza como artimaña para hacer patente su elegancia en la crítica, pero no por ello deja de ser menos profunda y certera. Una demostración de que se pueden decir muchas cosas sin necesidad de alzar el tono de voz. Que uno puede mojarse sin peligro de exponerse a coger una pulmonía al quedarse al aire.

“Los Idus de Marzo” es una película donde en verdad no hay personajes “buenos”, cosa que suele ser habitual en el plantel de nuestra realidad política. Se trata de un alegato político a la sociedad; y un alegato social a lo político. Porque quizá lo mejor que debería hacer un político cuando no sabe qué tiene que hacer (y no tiene a nadie cerca para que se lo diga), sería no hacer nada. Pura lógica.
Pero no, ellos son políticos... así que hay que aceptarlos tal y como son. De profesión: mentirosos. Deformación profesional que se llama (nunca mejor dicho en esta ocasión).




Es en los valores que se muestran, y en la ausencia de ellos, donde está el mensaje de esta historia.
Da igual quién gane al final estas elecciones, ni quién es el otro candidato rival. Ni cómo serán los republicanos a los que deberían disputar las presidenciales. Ni siquiera es importante si nos interesa un mínimo la política de los Estados Unidos. Lo único que te importa es ir esperando a ver la caída en el fango de todos y cada uno de ellos (incluído el cuarto poder: la prensa, que también caerá). Sabes que todo esto va a ocurrir, tarde o temprano. Al igual que sabes que un mago esconde sus trucos, también esperas que estos políticos te acaben traicionando y dejándose ver a la luz de la realidad.

Lo resume perfectamente la afirmación de Frank Sinatra en el final de “Angel eyes”, que Clooney cuela en al final de una de las secuencias clave de la cinta. La frase con la que se van los ingratos, la que nos deja la definición de su existencia. La única que tenemos que recordar cuando nos encontremos con un político. Detrás de sus palabras, de su buen traje y su sonrisa, sonará de fondo sobre sus pisadas aquello de “Excuse me while I disappear ...” Y no nos habremos equivocado.