Y caer. Planchado sobre el suelo, aplastado por la gravedad. Atrapado por la fuerza de la atracción de la Tierra sobre tu cuerpo y por la repulsión sobre el resto de las cosas. Presionado para sentirte el elemento más insignificante que se aposta pegado a la faz de la Tierra.
Con la cara sobre el suelo, la mueca de rabia sobre tu rostro. Y los llantos no sé si de impotencia, de vergüenza o de bochorno, que recorren sangrantes los surcos de la piel fría y las arrugas del asfalto abrasador. Tratas de sacudirte y desperezarte de esa fuerza. De soltarte. Ganar espacio para poder revolverte y mover el cuerpo para saber a lo que te enfrentas.
Entonces un brazo te jala por la espalda y te zarandea como si tu peso y tu valor fuesen el mismo: ninguno. Mis ojos rojos arañan la rabia, y enaltecidos por el sentimiento de quien no tiene ya nada más que perder, jalean la posibilidad de hacer cualquier cosa que no pareciera posible. Entonces la mano de ese gigante te gira en el aire, suspendido a varios metros del suelo. Y lo ves (aunque no quieras hacerlo). Eres tú mismo. Y entonces ya no te quedan más fuerzas, y te desvaneces. Me desmayo. Se acabó.
En el lavabo, el grifo abierto te despierta de un viaje que pareciera haber durado unas cuantas horas. El agua recogida sobre él es puro hielo, y su golpe sobre la cara te abre los ojos como si te hubieran dado una hostia. Salpica la sangre, incolora, inolora. Insípida. El cristal del espejo, ajado y sucio, desvela mi cara, enrojecida por el golpe y por la desazón de verme en una situación tan lamentable.
Elevo la mirada y ahí está él. Yo. En el espejo, ahí estoy. Ese grandísimo hijo de puta que no deja de mirarme, clavado sobre mis ojos, aunque trate de evitar su mirada con todas mis fuerzas. Fuerzas que son pocas (cada vez menos), pero que tienen el valor suficiente (o la arrogancia) de no querer mirar lo que los otros ojos miran.
Huyo lejos del reflejo, agachándome lo más que puedo dentro del charco de agua del lavabo. No sé si estoy despierto o si estoy dormido. Ni a qué estoy esperando. Solo tengo la certeza de que no sé qué hago aquí. Por qué estoy así. Dónde me encuentro, y dónde podrá venir alguien a recogerme cuando quiera sacarme de este lugar. Es bastante improbable que esto ocurra, lo sé, ya me he dado cuenta después de tanto tiempo de cautiverio. Solo quiero que llegue el momento de irme a dormir (o lo más parecido que haya), y no tener que volver a abrir los ojos nunca más.
No tener que preocuparme de que habrá otro momento en el que me tendré que despertar para enfrentarme al mundo.
Ya estoy hasta los huevos de deshacer la cama y tener que volver a hacerla tantas veces seguidas. De tener que construir para volver a destruir acto seguido. De crear el castillo inexpugnable y ambulante cada mañana, cuyas líneas de escritura tienen los puntos en blanco para acoger el nombre del (la) propietario (propietaria), que será la encargada de enfadarse conmigo porque no le gusta la decoración.
Me cansa tanto tráfico de influencias. Tanto “se alquila” sin fianzas. Tanta seguridad del “quiero y no puedo”. Y ya no puedo más. De verdad. Todo tiene su límite, aunque yo no lo he conocido ni lo conoceré. Cuando éste viene a buscarme me doy la vuelta, como un malo interesante de película. Entonces sorbo un buen chorro de alquitrán con perfume a endorfinas sobre mis pulmones, y con la cabeza baja, media sonrisa en la cara, y los ojos cerrados, dejo que mi perfil afilado, culminado por mi sombrero y mi gabardina, le digan “¿qué te pasa, amigo?. ¿Tienes algún problema?”.
Mi ego en ese momento es cuando se pliega y se vuelve con el rabo entre las piernas para decirme “sí, tío. Puedes hacerlo”. Rock and Roll. Pero hay cosas a las que uno no llega. No puede hacerlo todo solo. Yo ya lo he entendido y he perdido la cuenta de las veces que he tratado de pedir ayuda al exterior.
La verdad es que parece que vivo en otro lugar, donde nadie oye mi voz. Donde el sonido de mis golpes contra la pared y los puñetazos que hacen crujir mis huesos suenan como ultrasonidos apenas perceptibles. Donde se ahogan los gritos en el silencio, como mis lágrimas lo hacen sobre el depósito blanco del lavabo. Si todos somos un 80 por ciento de agua, entonces todos estamos hechos en un 80 por ciento de lágrimas, mi verdadera equivalencia. Ahora entonces me he quedado en menos de ese 20 por cien restante.
Soy tan miserable que puedo crear todo aquello que todos los demás anhelan pero que ya nadie quiere. Nunca me han gustado las ecuaciones, pero me he dado cuenta de la importancia de ser un cero. Lo que yo soy. Nadie lo valora, pero tiene el don de hacer grande a cualquiera colocándose a su lado.
Pero cero por cero es cero. Y cero entre cero es cero. Me gustaría tener el valor suficiente para ver que es verdad eso de que si los demás se dividen mi vida, ésta se multiplicará dentro de ellos. Ojalá fuera así. Pero esta vida parece que va a romperse en 1000 pedazos. (Perdón, en 000 pedazos)
Estoy encallado en esta tabla del cero, pero sé que hay más, me las aprendí de memoria de pequeño. Creo que en alguna ocasión conocí a alguien que me dio valor. No sé si sobresalí o si no llegué al nivel mínimo deseable, pero ya digo que nunca he sabido expresarme mediante cifras. Lo siento.
Ahora después de haber encontrado el trébol de cuatro hojas, de haberme levantado, haber sacudido mi chaqueta y haber violado la libertad condicional de la felicidad, vuelvo a dormir en el talego, pensando una vez más en la fuga.
No sé si fue por esto por lo que aquél malnacido me aplastaba la cara contra el piso y me pisaba la mano que tenía apoyada en el suelo para intentar levantarme. Toda la fuerza la guardaba en el otro puño, con el que golpeaba al asfalto por si se abría algún tipo de trampilla que me hiciera caer al limbo infinito, y así hacerme despertar de ese mal sueño. Pero ese hijo de puta era de verdad. Mi dolor era de verdad. La sangre era de verdad. Es más, todos vosotros érais de verdad, y estabais allí para contemplarlo.
No sé cuántos años debe durar la condena. Ni cuánto tiempo llevo cumplido ya, ante no sé qué autoridad. Solo sé que me he acabado por creer lo de que cada día es una oportunidad. Y que quiero creer. Y que puedo hacerlo.
Se me ha olvidado que no es así. Que el mundo no es amarillo. Que el sufrimiento es mi realidad. Que mi única y eterna candidatura es solo una posibilidad remota de lograr un aplauso y un minuto de gloria ante un micrófono. Y no recuerdo si en alguna ocasión ya lo habré consumido.
Me gustaría que la tipografía de esta carta no fuera tan pequeña y en color sangre. Que el interlineado no tuviera tanto atasco, y que las tildes las pusieran otros para poner el acento en los momentos más importantes de la misiva. Que las comas que me hacen parar, respirar, mirarte y seguir de nuevo adelante con la lectura, fueran tuyas. Puestas por ti en el momento en el que ya ibas a echar de menos mirarme a los ojos. Y que no fueran de esos cabrones los puntos finales.
Esta es la mierda que circula por mis fluídos, por mis venas, por mis conductos y por mis sueños. Esos que me atrapan y me aprisionan contra el colchón de asfalto más jodidamente duro del mundo. Que me presentan al peor fantasma de la historia de los monstruos: a mí. Que me golpean cuando no quiero despertar. Y que hacen que me olvide de que despertar no es una opción. Si no una puta imposición.
Me quiero follar a un alma y preguntarle si le ha gustado. Que me bese en la oreja el angelito que se aparece al lado de mi cabeza cuando hago siempre las cosas buenas. Que me confirmen que sí, que “eres bueno”. Que todo lo bueno que quiero para los demás sea inversamente proporcional a lo que recibo. Y confirmar alto y claro que correr en paralelo es más sencillo que correr detrás de alguien.
Es una lucha de gigantes en la que las drogas aún me harían mucho más grande. Una pesadilla que no cesa bajo los acordes de la canción más sentida de todas. La historia que tú (y todos) alguna vez protagonizamos y por la que fuimos candidatos al premio al peor actor. Pero no cabe duda de que su secuela, finalmente, se convierte en tu mejor creación.
Tengo claro que yo nunca he ganado nada, y que lo que gané en algún momento lo he tenido que devolver al lugar de donde vino, con el ticket regalo que alguna vez dejaron guardado pegado a la etiqueta con un sutil trozo de celo.
Dicen que no sabes lo que quieres hasta que lo pierdes. Yo creo que te das cuenta cuando se lo ves a otro, disfrutando con eso que tú anhelas, y se te queda cara de gilipollas. Cuando la envidia te hace pensar como pensaría una mala persona. Cuando tienes claro que quieres ser tú el afortunado.
Cuando de verdad "quieres" dentro de ti. Quien lo probó, lo sabe.
Hoy me he levantado muy tarde, y apenas ha pasado un rato y ya quería volver a dormirme.
No por volver a jugar a la ruleta rusa de “a ver qué sueño”, que en mi caso puede llegar a ser un arma muy poderosa. Si no por intentar volver a empezar. Reiniciar.
Quizá tenga suerte algún día y no me haga falta viajar a ningún sitio para despertar a gusto. O igual no me haga falta despertar nunca más.
Quizá tenga suerte algún día y no me haga falta viajar a ningún sitio para despertar a gusto. O igual no me haga falta despertar nunca más.
Me gustaría empezar a vivir. Dejar ya tanto soñar. Y que sea lo que tenga que ser.