domingo, 19 de febrero de 2012

LUCHA DE GIGANTES

Y caer. Planchado sobre el suelo, aplastado por la gravedad. Atrapado por la fuerza de la atracción de la Tierra sobre tu cuerpo y por la repulsión sobre el resto de las cosas. Presionado para sentirte el elemento más insignificante que se aposta pegado a la faz de la Tierra.

Con la cara sobre el suelo, la mueca de rabia sobre tu rostro. Y los llantos no sé si de impotencia, de vergüenza o de bochorno, que recorren sangrantes los surcos de la piel fría y las arrugas del asfalto abrasador. Tratas de sacudirte y desperezarte de esa fuerza. De soltarte. Ganar espacio para poder revolverte y mover el cuerpo para saber a lo que te enfrentas.

Entonces un brazo te jala por la espalda y te zarandea como si tu peso y tu valor fuesen el mismo: ninguno. Mis ojos rojos arañan la rabia, y enaltecidos por el sentimiento de quien no tiene ya nada más que perder, jalean la posibilidad de hacer cualquier cosa que no pareciera posible. Entonces la mano de ese gigante te gira en el aire, suspendido a varios metros del suelo. Y lo ves (aunque no quieras hacerlo). Eres tú mismo. Y entonces ya no te quedan más fuerzas, y te desvaneces. Me desmayo. Se acabó.



En el lavabo, el grifo abierto te despierta de un viaje que pareciera haber durado unas cuantas horas. El agua recogida sobre él es puro hielo, y su golpe sobre la cara te abre los ojos como si te hubieran dado una hostia. Salpica la sangre, incolora, inolora. Insípida. El cristal del espejo, ajado y sucio, desvela mi cara, enrojecida por el golpe y por la desazón de verme en una situación tan lamentable.

Elevo la mirada y ahí está él. Yo. En el espejo, ahí estoy. Ese grandísimo hijo de puta que no deja de mirarme, clavado sobre mis ojos, aunque trate de evitar su mirada con todas mis fuerzas. Fuerzas que son pocas (cada vez menos), pero que tienen el valor suficiente (o la arrogancia) de no querer mirar lo que los otros ojos miran.

Huyo lejos del reflejo, agachándome lo más que puedo dentro del charco de agua del lavabo. No sé si estoy despierto o si estoy dormido. Ni a qué estoy esperando. Solo tengo la certeza de que no sé qué hago aquí. Por qué estoy así. Dónde me encuentro, y dónde podrá venir alguien a recogerme cuando quiera sacarme de este lugar. Es bastante improbable que esto ocurra, lo sé, ya me he dado cuenta después de tanto tiempo de cautiverio. Solo quiero que llegue el momento de irme a dormir (o lo más parecido que haya), y no tener que volver a abrir los ojos nunca más.
No tener que preocuparme de que habrá otro momento en el que me tendré que despertar para enfrentarme al mundo.

Ya estoy hasta los huevos de deshacer la cama y tener que volver a hacerla tantas veces seguidas. De tener que construir para volver a destruir acto seguido. De crear el castillo inexpugnable y ambulante cada mañana, cuyas líneas de escritura tienen los puntos en blanco para acoger el nombre del (la) propietario (propietaria), que será la encargada de enfadarse conmigo porque no le gusta la decoración.

Me cansa tanto tráfico de influencias. Tanto “se alquila” sin fianzas. Tanta seguridad del “quiero y no puedo”. Y ya no puedo más. De verdad. Todo tiene su límite, aunque yo no lo he conocido ni lo conoceré. Cuando éste viene a buscarme me doy la vuelta, como un malo interesante de película. Entonces sorbo un buen chorro de alquitrán con perfume a endorfinas sobre mis pulmones, y con la cabeza baja, media sonrisa en la cara, y los ojos cerrados, dejo que mi perfil afilado, culminado por mi sombrero y mi gabardina, le digan “¿qué te pasa, amigo?. ¿Tienes algún problema?”.

Mi ego en ese momento es cuando se pliega y se vuelve con el rabo entre las piernas para decirme “sí, tío. Puedes hacerlo”. Rock and Roll. Pero hay cosas a las que uno no llega. No puede hacerlo todo solo. Yo ya lo he entendido y he perdido la cuenta de las veces que he tratado de pedir ayuda al exterior.

La verdad es que parece que vivo en otro lugar, donde nadie oye mi voz. Donde el sonido de mis golpes contra la pared y los puñetazos que hacen crujir mis huesos suenan como ultrasonidos apenas perceptibles. Donde se ahogan los gritos en el silencio, como mis lágrimas lo hacen sobre el depósito blanco del lavabo. Si todos somos un 80 por ciento de agua, entonces todos estamos hechos en un 80 por ciento de lágrimas, mi verdadera equivalencia. Ahora entonces me he quedado en menos de ese 20 por cien restante.

Soy tan miserable que puedo crear todo aquello que todos los demás anhelan pero que ya nadie quiere. Nunca me han gustado las ecuaciones, pero me he dado cuenta de la importancia de ser un cero. Lo que yo soy. Nadie lo valora, pero tiene el don de hacer grande a cualquiera colocándose a su lado.

Pero cero por cero es cero. Y cero entre cero es cero. Me gustaría tener el valor suficiente para ver que es verdad eso de que si los demás se dividen mi vida, ésta se multiplicará dentro de ellos. Ojalá fuera así. Pero esta vida parece que va a romperse en 1000 pedazos. (Perdón, en 000 pedazos)

Estoy encallado en esta tabla del cero, pero sé que hay más, me las aprendí de memoria de pequeño. Creo que en alguna ocasión conocí a alguien que me dio valor. No sé si sobresalí o si no llegué al nivel mínimo deseable, pero ya digo que nunca he sabido expresarme mediante cifras. Lo siento.

Ahora después de haber encontrado el trébol de cuatro hojas, de haberme levantado, haber sacudido mi chaqueta y haber violado la libertad condicional de la felicidad, vuelvo a dormir en el talego, pensando una vez más en la fuga.

No sé si fue por esto por lo que aquél malnacido me aplastaba la cara contra el piso y me pisaba la mano que tenía apoyada en el suelo para intentar levantarme. Toda la fuerza la guardaba en el otro puño, con el que golpeaba al asfalto por si se abría algún tipo de trampilla que me hiciera caer al limbo infinito, y así hacerme despertar de ese mal sueño. Pero ese hijo de puta era de verdad. Mi dolor era de verdad. La sangre era de verdad. Es más, todos vosotros érais de verdad, y estabais allí para contemplarlo.

No sé cuántos años debe durar la condena. Ni cuánto tiempo llevo cumplido ya, ante no sé qué autoridad. Solo sé que me he acabado por creer lo de que cada día es una oportunidad. Y que quiero creer. Y que puedo hacerlo. 

Se me ha olvidado que no es así. Que el mundo no es amarillo. Que el sufrimiento es mi realidad. Que mi única y eterna candidatura es solo una posibilidad remota de lograr un aplauso y un minuto de gloria ante un micrófono. Y no recuerdo si en alguna ocasión ya lo habré consumido.

Me gustaría que la tipografía de esta carta no fuera tan pequeña y en color sangre. Que el interlineado no tuviera tanto atasco, y que las tildes las pusieran otros para poner el acento en los momentos más importantes de la misiva. Que las comas que me hacen parar, respirar, mirarte y seguir de nuevo adelante con la lectura, fueran tuyas. Puestas por ti en el momento en el que ya ibas a echar de menos mirarme a los ojos. Y que no fueran de esos cabrones los puntos finales.

Esta es la mierda que circula por mis fluídos, por mis venas, por mis conductos y por mis sueños. Esos que me atrapan y me aprisionan contra el colchón de asfalto más jodidamente duro del mundo. Que me presentan al peor fantasma de la historia de los monstruos: a mí. Que me golpean cuando no quiero despertar. Y que hacen que me olvide de que despertar no es una opción. Si no una puta imposición.

Me quiero follar a un alma y preguntarle si le ha gustado. Que me bese en la oreja el angelito que se aparece al lado de mi cabeza cuando hago siempre las cosas buenas. Que me confirmen que sí, que “eres bueno”. Que todo lo bueno que quiero para los demás sea inversamente proporcional a lo que recibo. Y confirmar alto y claro que correr en paralelo es más sencillo que correr detrás de alguien.

Es una lucha de gigantes en la que las drogas aún me harían mucho más grande. Una pesadilla que no cesa bajo los acordes de la canción más sentida de todas. La historia que tú (y todos) alguna vez protagonizamos y por la que fuimos candidatos al premio al peor actor. Pero no cabe duda de que su secuela, finalmente, se convierte en tu mejor creación.

Tengo claro que yo nunca he ganado nada, y que lo que gané en algún momento lo he tenido que devolver al lugar de donde vino, con el ticket regalo que alguna vez dejaron guardado pegado a la etiqueta con un sutil trozo de celo.

Dicen que no sabes lo que quieres hasta que lo pierdes. Yo creo que te das cuenta cuando se lo ves a otro, disfrutando con eso que tú anhelas, y se te queda cara de gilipollas. Cuando la envidia te hace pensar como pensaría una mala persona. Cuando tienes claro que quieres ser tú el afortunado. 
Cuando de verdad "quieres" dentro de ti. Quien lo probó, lo sabe.



Hoy me he levantado muy tarde, y apenas ha pasado un rato y ya quería volver a dormirme.
No por volver a jugar a la ruleta rusa de “a ver qué sueño”, que en mi caso puede llegar a ser un arma muy poderosa. Si no por intentar volver a empezar. Reiniciar.
Quizá tenga suerte algún día y no me haga falta viajar a ningún sitio para despertar a gusto. O igual no me haga falta despertar nunca más.

Me gustaría empezar a vivir. Dejar ya tanto soñar. Y que sea lo que tenga que ser.
Pero que sea de verdad.
Dime  "ven".



miércoles, 8 de febrero de 2012

BOOOOOM!

Eres una bomba en extinción.
Se consume tu mecha y no te das ni cuenta del calorcito que desprende a tu alrededor. Insegura, no conocedora del brillante serpenteo y de la brillante serpentina que conduces. Un siseo de luz en braille que cualquier ciego de los que no quiere ver acabaría comprendiendo.

Realmente eres una cosa pequeña, pero tienes muchísima fuerza en tu interior. ¿Sabes lo que pasa?, que la implosión no resulta ni mucho menos tan interesante como la explosión. No es nada espectacular. Y tú eres más de tener efectos introvertidos


Nadie quiere ver algo que estalla hacia adentro, guardándose toda su fuerza para sí mismo.
Si algo debe destruir (o construir), la gente lo quiere ver, quiere saber lo que resulta, hacia afuera.

En cualquier caso, solo tenía la intención de decirte que eres poderosa. Que alguien te colocó aquí, y prendió tu mecha, pero lo que es importante y necesario en todo momento en este proceso para que algo ocurra, eres tú.
Las bombas como tú a veces no os dais cuenta de que el verdadero poder radica en vosotras mismas.

Y que lo que tenéis que conseguir es lograr vuestro objetivo sin autodestruiros. Que el verdadero “¡Boom!” se lo das tú a quién te sale de las narices. Y hablando de narices, el olor a quemado se ha de quedar en la pituitaria de los demás, que serán los que te recuerden, a ti, tal como eres.
Y el que esté junto a ti tendrá que aprender a recordarte siempre (ya que el olfato es el sentido que mejor memoria tiene).

Así que, ahora que estás quemada y que la lombriz de fuego se acerca peligosamente al depósito de pólvora, déjame que me quede por aquí cerca, mirando, para ver hasta donde eres capaz de llegar.
Y si tienes que arrasar y hacer cenizas algo, lo que sea, hazlo tranquilamente.
Has llegado hasta aquí para eso.


Pero aprende a hacer el “¡booooooom!” más fuerte del mundo, y consigue que me atruenen los oídos. No permitas que sea el otro el que te diga lo que puedes llegar a cambiar.

Quien te dejó aquí te dejó sabiendo lo que hacía. Sabiendo lo que llevabas dentro. Lo que eras capaz de deflagrar. Pero no tuvo los cojones de quedarse para verte. Y quien cogió el mechero y quemó la brizna con un filo de calor y se marchó dejándote el humo, bien hallado tiene que ser, pues te regaló ni más ni menos que la chispa de la vida.

Ahora tú, bomba pequeña, haz lo que tengas que hacer. Ha llegado tu hora. Pero hazlo y deja que lo veamos. Porque no cabe dentro de ti ni una mínima parte de lo que puedes llegar a alcanzar a los demás.

Comienza pues tu cuenta atrás. 10 – 9 – 8 – 7 – 6 ...
Que si te fijas, es como la vida: todos sabemos que tiene un final, pero la fuerza te acompaña hasta que llega al punto de no retorno.

domingo, 5 de febrero de 2012

Voyage dans le cinéma

(HUGO, Martin Scorsese, 2011)

Recuerdo que hace unos diez años sonaba una canción en mi cabeza que repetía aquello de “cine, cine, cine. Más cine por favor...”, y que por aquel entonces me tenía que inventar la letra porque no sabía lo que era la “Nouvelle Vague”, quién era el señor Truffaut o lo que significaba un “happy end”. 
De cualquier modo, me había quedado fácilmente con el estribillo, como una coda que reconocía que “todo en la vida es cine, y los sueños, cine son”.

Ahora, que con el tiempo uno ya sabe lo que son los Cahiers du Cinéma, sabe también que lo que hace grande a una película como “La invención de Hugo” no es nada de lo que pueda llegarle a través de las lentes 3D que lleva puestas. Es otra cosa que no pierde en majestuosidad contra ningún alarde técnico de efectos especiales, ni cualquier otro disparate. La capacidad de la mente humana para construir. 
La cualidad de crear un mundo completamente nuevo y distinto que no existe en la realidad. 
Lo que es la esencia del cine.



Así, “Hugo” comienza con el sonido trotón de los fotogramas a su paso por el proyector, como si de su "leit motif" se tratara. Adentrándose en la historia del cine y en aquel París de los años 30, con un magnífico Ben Kingsley metido en la piel de George Méliès, que se encarga de hacer girar la manivela del cacharro. Con Jude Law y Christopher Lee tan irrelevantes como las palomitas y el propio 3D en la época del cinematógrafo, un Sacha Baron Cohen mitad guardia, mitad herramienta, y un Hugo Cabret con el cuerpo de Assa Butterfield pero movido por el alma del propio Scorsese. 
Junto a la niña Chloe Grace Moretz, un autómata roto que debe ser arreglado, y la búsqueda de una llave con forma de corazón como comienzo de un viaje mágico hacia algún lugar de la Cité. 
Lo que no sabe Hugo entonces es que en el momento en que una chica te agarra la mano por primera vez, lo hace para llevarte a vivir una gran aventura.

Para seguirle en el camino, Scorsese hace que te pongas las gafas solo para que comprendas que al cine se entra con una mirada distinta a la de la calle, porque no es lo mismo lo que se vive ahí fuera con lo que existe dentro de la sala. El cine es un santuario especial donde vivir cosas maravillosas. Un lugar a oscuras donde quedarte atrapado, cerrar los ojos, y abrir el alma. Y ponerse a soñar.


De esta manera, el viejo cineasta neoyorquino juega a volver a ser un niño con su adaptación de la novela de Brian Selznick, y nos pide que soñemos junto a él. Poniendo en liza al firmamento de Hollywood y el 3D, para directamente hacernos mirar hacia otro lado, a los comienzos del cine con el mago Méliès. Olvidando el glamour y la industria, embarcándonos al galope de un corazón extasiado a la primera emoción de la imagen en movimiento. 
A aquella primera experiencia que se había convertido en lo que Canudo había acertado en bautizar como flamante “séptimo arte”.

“La invención de Hugo” se convierte de este modo en un periplo familiar, el primero que emprende el director, sobre la recuperación de la esencia del cine. La magia de aquel invento que fascinó a Georges Méliès, y que éste nos regaló en forma de películas, para que tuviéramos el don de soñar como él lo había hecho. Un paseo en el que reflexionar sobre la instrumentalización de las personas, en una época de autómatas donde el tiempo es credo y censor (“El tiempo es todo. Ah!, el tiempo...”), y donde creer parece estar mal visto, porque ya ni siquiera nos atrevemos a hacerlo.

Algunos teóricos correrán a decir que Scorsese no sabe de historia del cine, y que aquel episodio en el que la gente se asustaba al ver aproximarse el tren en la proyección de los Lumiére nunca ocurrió. Pobres... No se han dado cuenta aún, y eso que han pasado ya más de cien años, de que aquella máquina de cine poseía (y aún todavía posee) la capacidad de hacernos soñar con cualquier cosa.



Lo que sí está claro es que ”si alguna vez te preguntas de dónde proceden los sueños, mira a tu alrededor”. Esto es el cine, la gran fábrica de sueños. Es el gran mensaje que nos dejó el cine de Méliès hace ya más de un siglo. La misma gran invención a la que volvió a dar cuerda Hugo Cabret. Y la misma maravillosa lección de cine que nos imparte ahora Martin Scorsese, firmada de su puño y letra.
Así pues, Madames, monsieurs. Bienvenue dans le voyage au cinéma.