domingo, 5 de febrero de 2012

Voyage dans le cinéma

(HUGO, Martin Scorsese, 2011)

Recuerdo que hace unos diez años sonaba una canción en mi cabeza que repetía aquello de “cine, cine, cine. Más cine por favor...”, y que por aquel entonces me tenía que inventar la letra porque no sabía lo que era la “Nouvelle Vague”, quién era el señor Truffaut o lo que significaba un “happy end”. 
De cualquier modo, me había quedado fácilmente con el estribillo, como una coda que reconocía que “todo en la vida es cine, y los sueños, cine son”.

Ahora, que con el tiempo uno ya sabe lo que son los Cahiers du Cinéma, sabe también que lo que hace grande a una película como “La invención de Hugo” no es nada de lo que pueda llegarle a través de las lentes 3D que lleva puestas. Es otra cosa que no pierde en majestuosidad contra ningún alarde técnico de efectos especiales, ni cualquier otro disparate. La capacidad de la mente humana para construir. 
La cualidad de crear un mundo completamente nuevo y distinto que no existe en la realidad. 
Lo que es la esencia del cine.



Así, “Hugo” comienza con el sonido trotón de los fotogramas a su paso por el proyector, como si de su "leit motif" se tratara. Adentrándose en la historia del cine y en aquel París de los años 30, con un magnífico Ben Kingsley metido en la piel de George Méliès, que se encarga de hacer girar la manivela del cacharro. Con Jude Law y Christopher Lee tan irrelevantes como las palomitas y el propio 3D en la época del cinematógrafo, un Sacha Baron Cohen mitad guardia, mitad herramienta, y un Hugo Cabret con el cuerpo de Assa Butterfield pero movido por el alma del propio Scorsese. 
Junto a la niña Chloe Grace Moretz, un autómata roto que debe ser arreglado, y la búsqueda de una llave con forma de corazón como comienzo de un viaje mágico hacia algún lugar de la Cité. 
Lo que no sabe Hugo entonces es que en el momento en que una chica te agarra la mano por primera vez, lo hace para llevarte a vivir una gran aventura.

Para seguirle en el camino, Scorsese hace que te pongas las gafas solo para que comprendas que al cine se entra con una mirada distinta a la de la calle, porque no es lo mismo lo que se vive ahí fuera con lo que existe dentro de la sala. El cine es un santuario especial donde vivir cosas maravillosas. Un lugar a oscuras donde quedarte atrapado, cerrar los ojos, y abrir el alma. Y ponerse a soñar.


De esta manera, el viejo cineasta neoyorquino juega a volver a ser un niño con su adaptación de la novela de Brian Selznick, y nos pide que soñemos junto a él. Poniendo en liza al firmamento de Hollywood y el 3D, para directamente hacernos mirar hacia otro lado, a los comienzos del cine con el mago Méliès. Olvidando el glamour y la industria, embarcándonos al galope de un corazón extasiado a la primera emoción de la imagen en movimiento. 
A aquella primera experiencia que se había convertido en lo que Canudo había acertado en bautizar como flamante “séptimo arte”.

“La invención de Hugo” se convierte de este modo en un periplo familiar, el primero que emprende el director, sobre la recuperación de la esencia del cine. La magia de aquel invento que fascinó a Georges Méliès, y que éste nos regaló en forma de películas, para que tuviéramos el don de soñar como él lo había hecho. Un paseo en el que reflexionar sobre la instrumentalización de las personas, en una época de autómatas donde el tiempo es credo y censor (“El tiempo es todo. Ah!, el tiempo...”), y donde creer parece estar mal visto, porque ya ni siquiera nos atrevemos a hacerlo.

Algunos teóricos correrán a decir que Scorsese no sabe de historia del cine, y que aquel episodio en el que la gente se asustaba al ver aproximarse el tren en la proyección de los Lumiére nunca ocurrió. Pobres... No se han dado cuenta aún, y eso que han pasado ya más de cien años, de que aquella máquina de cine poseía (y aún todavía posee) la capacidad de hacernos soñar con cualquier cosa.



Lo que sí está claro es que ”si alguna vez te preguntas de dónde proceden los sueños, mira a tu alrededor”. Esto es el cine, la gran fábrica de sueños. Es el gran mensaje que nos dejó el cine de Méliès hace ya más de un siglo. La misma gran invención a la que volvió a dar cuerda Hugo Cabret. Y la misma maravillosa lección de cine que nos imparte ahora Martin Scorsese, firmada de su puño y letra.
Así pues, Madames, monsieurs. Bienvenue dans le voyage au cinéma.

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