viernes, 16 de marzo de 2012

En busca del polvo perdido

(LA MONTAÑA RUSA, Emilio Martínez Lázaro, 2012)

Dice el acerbo popular español que una mujer ha de ser una señora en la calle y una puta en la cama. Pero la experiencia nos dice que si ocurriera que estas dos premisas se invierten, la frágil damisela se convertiría en una señora frígida y un tanto “humedecebraguetas”. La mujer ha de ser la ambrosía del Olimpo, de cuyos fiordos nace la vida. En cambio, si la susodicha se convierte en una persona prólija en la sexualidad, y se desenvuelve en ella libremente, se convierte en una ligera de cascos. Una chica libidinosa, fácil. Como fáciles son los hombres, cuyo centro de gravedad se encuentra a más o menos un metro del suelo (en un altísimo porcentaje, visto así a “ojímetría”).
Pero, ¿y si la dama usa el sexo como una vía para encontrarse a sí misma? ¿Para dar rienda suelta a sus propios deseos y poner a prueba sus anhelos?. Pues pensaríamos que la muchacha vive constantemente en una situación parecida a la de montar en una montaña rusa: ahora arriba, ahora abajo...

Es el problema que tiene Ada (Verónica Sanchez): está buena, y lo sabe. Y por muchas facilidades que tenga para acceder al sexo (porque solo ellas saben cuándo va a haberlo), al final siente el vacío que queda entre sus piernas tras probarlo una y otra vez, sin quedar nunca satisfecha. Sin conocer lo que es la petite-mort. Ya sabemos que el perfume viene siempre en frasco pequeño, pero es que a veces el olor de la fragancia no se queda ni un instante en la pituitaria. 

El estremecimiento interno que alinea los chakras como un catálogo de feng shui de la anatomía, se queda únicamente en un leve tintineo que nos avisa de que el “sms” ha sido recibido. La famosa “montaña rusa” que su madre le prometió como sutil semejanza al noble acto del fornicio, se le queda a Ada en un pobre paseo por el tren de la bruja.


Ada, que busca la plenitud sexual y el amor del de mariposas en la barriga, va a encontrarlo todo de repente gracias a dos viejos amigos de la infancia, que vivieron en su niñez enamorados de ella: Luis (Alberto San Juan), guapo, educado, responsable, hombre de éxito y presentador de televisión, cuya líbido le proporciona un “pene vago” (al igual que el del David de Miguel Ángel, no se corresponde con el resto de sus bondades); y Lorenzo (Ernesto Alterio), payaso en un antro de striptease, con el que derrocha feromonas asesinas frungiendo ahora sí, ahora también, en una espiral de estocadas que no cesan, dejando de lado el resto de la carne del “clown follador”. 
Además, él es el mejor amigo de Luis.

El amor con el sexo como accesorio secundario, frente al sexo como actor primario que eclipsa a todo lo demás. La eterna dicotomía entre lo uno y lo otro. ¿Qué se prefiere? ¿Es primero el amor y después viene el sexo, o es al revés en realidad?. Y si hubiera que escoger, ¿a qué cosa se renunciaría primero?

Para darle vueltas al asunto, Emilio Martínez Lázaro encarga una película llena de momentos tórridos, encuentros sexuales más o menos animales (debe ser el récord del mundo de polvos en una misma película en dos horas), de sexo pulcro, y humor al estilo stand-up comedy.

De lo que no cabe duda es que Ada sigue siendo como una niña: en cuanto se sube a la “montaña rusa”, ya no hay quien la convenza para que deje de montarse. Y de tanto subirse en ella sin parar, acabará por marearse y caminar sin rumbo, sin saber muy bien hacia dónde le llevan sus pasos.

“La montaña rusa” es una divertida fabula sobre el amor platónico, la libertad sexual y la confusión de los sentimientos, donde Emilio Martínez Lázaro nos enseña, en el idioma del hombre y en el de la mujer (gracias a la coguionista Daniela Féjerman, contrapeso en esta balanza), que se puede hacer una comedia sin farsa, con fórmulas anglosajonas distintas a las ibéricas ya tan manidas, sobre temas universales, poniendo la verdad por delante. 
Una historia que nos llevará a girar la cabeza a un lado, mirar a nuestra chica (o chico) a hurtadillas, enarcar levemente una ceja mientras le sonríes, y retiras lentamente el brazo con el que la rodeas, para bajar la cabeza y terminar mirando un rato hacia tu ombligo. Una comedia en la que lo que importa es “ser verdadero” hasta el final, y reirte con situaciones hilarantes pero no por ello menos reales.


En cualquier caso, no deja de ser una reeedición de la misma historia que el director suele contarnos cada cierto tiempo (véanse “todos los lados de la cama”), con un trío protagonista muy correcto, en el que encontrar nuestra identificación (una cándida Verónica Sánchez que pierde su inocencia, y unos San Juan y Alterio que se conocen ya de memoria), además de un inconmensurable y testimonial Luis Bermejo, y un músico pasado a la acción, Ara Malikian, que suma a la historia y le da un punto musical trascendente, lo cual es siempre una victoria.

En definitiva, “La montaña rusa” no es un orgasmo o la petit-mort que tanto anhela Ada. Tampoco es una lección maestra de Ananga Ranga, o de cómo hacer bien el sexo oral. No es un revolcón de una noche ni un “aquí te pillo, aquí te mato”. Pero tampoco un gatillazo ni un “coitus interruptus”. 
Es más bien un coito de sábado noche, nada excepcional. O más, uno mañanero de fin de semana. Descansado, sin preocupaciones, de los que disfrutas tú y tu pareja de principio a fin, sin pensar en que tienes que ir a trabajar o en eso de que “ya te llamará”. Con su previa y su prolongable valle posterior. Lucido y sin pecado, pero siempre bueno. Porque el sexo (como el cine) es vida.

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